viernes, 23 de junio de 2017

Gozando la luz crepuscular



LA IGLESIA HA ENVEJECIDO, NO ASÍ EL AMOR NI LA LIBERTAD. 

30 de enero de 2018.
La Iglesia Católica es una ancianita. Pero no gastaré energías ni siquiera en soñar que un día recuperará salud y juventud. Ella es parte –sólo un episodio- de la Ciudad de Dios concebida al estilo agustiniano; solamente personaje de un reparto que ha actuado en el escenario de la historia, después de otros y junto a otros que, a lo largo de milenios, participaron en la construcción  de ese Reino que no es de este mundo ni sabemos si algún día detendrá su camino para establecer aquí su esplendor definitivo, pero cuyos monumentos y lumbreras nos es permitido admirar y disfrutar en casi todos los rincones del planeta y en el espacio cerúleo.

La Iglesia Católica fue parte de mis sueños y sigue en ellos como un recuerdo entrañable.

Nací primogénito en una familia de doce hijos encabezada por un hombre que siempre vio en Dios a un Padre y trabajó sin descanso como obrero manual, para proveer casa, vestido, sustento y educación, y por una mujer piadosa que fue catequista en su juventud temprana y se esmeró en sembrar buenos principios en el alma de sus hijos. Mi infancia y mi niñez transcurrieron en un mundo celestial, donde  curas ejemplares celebraban los ritos católicos y construían empeñosamente la fe de sus parroquianos. Literalmente, cuando, en la iglesia abarrotada de fieles, se impartía la bendición eucarística entre nubes de incienso y tañer de campanillas, yo creía estar en el  Cielo, entre ángeles; y cuando, como acólito, asistía la misa celebrada por el Párroco, llegué a encontrar natural que éste emitiera sonidos guturales de placer, con las manos unidas bajo su barbilla, mientras deglutía la hostia consagrada. Iba yo a la iglesia diariamente, para asistir a la misa de las siete de la mañana, aunque, en ocasiones, tuviera que regresar a casa medio tullido por el frío invernal y mi escasa vestimenta. Viví en un mundo fuera de éste.

Tal fascinación todavía  se prolongó durante mis años de seminario para prepararme al sacerdocio, predestinado, como me sentía, por la consagración que mi madre y mi madrina de bautizo habían hecho de mi persona a la Virgen María. Antes, tropecé con un cura pederasta que, mañosamente, me metió en la trampa de pasar una noche en su casa para que yo no tuviera que desplazarme en el alba hasta su capilla a fin de asistirlo en su misa. Solamente sufrí manoseo… y la pesadilla que por años me ensombreció el alma. Aunque mayor impacto tuvo –resonancia/vacuna en alguna medida antisexo- oir que dijo a un su amigo que, puesto que “dádivas quebrantan peñas”, había hecho obsequio de no sé qué cosa para conseguir no sé qué otra  (como un insignificante ratoncito, yo jugaba en el suelo con una canica, cercano y cazador instintivo de dislates…)

Muchos sucesos ocurrieron después, que podría ser novelesco narrar, pero que no tienen cabida aquí. Resumiré diciendo que, poco a poco, fui haciendo mía otra visión del mundo y de la vida. Yo soy un ser libre. Dios es mucho más grande y misterioso que lo enseñado por mi catecismo y por la teología. Su designio amoroso hacia el hombre es muy superior a las pequeñeces que los hombres hemos inventado. Su Reino, efectivamente, no es de este mundo. El cielo y la tierra pasarán, probablemente sin que aquí su proyecto se haya consumado; porque ha dejado en nuestra libertad su construcción y no quiere ni puede librarnos de nuestra contingencia. Nuestra parte es solamente hacer el camino, confiando en que su Amor se encargará del resto, desde luego protegiéndonos contra todo mal verdadero.

Por puro regalo del Cielo, mi vida ha transcurrido plena de bendiciones y tan feliz, que no guardo rencores ni deseo mal a nadie. Al presente, siento tener con Dios un sinnúmero de familiares, maestros, bienhechores y amigos que han transpuesto la frontera de la existencia terrenal. Amo lo que dejé atrás. Amo al cura que malamente se metió conmigo; lo tengo en mi catálogo de santos, pero no toleraría que lo pusieran en un altar; así lo advertí hace un par de años al arzobispo de mi tierra, pues hay un grupo de creyentes interesados en promover el proceso de canonización.

La Iglesia es una ancianita. Pero no lo es por los muchos años que ha vivido, sino por su decrepitud institucional. El plan amoroso de Dios para los hombres no es institucional; toda iglesia  y todo credo han sido no más que pequeños atisbos del Misterio, que a sí mismos se creyeron perdurables.

El Amor nunca traiciona, ni defrauda la esperanza; trasciende todas las miserias y jamás envejece.

Esto me he atrevido a escribir, como aprendiz de la Vida, sin ánimo de ofender a nadie.